Centro de Profesionales de la Acción Católica "SANTO TOMÁS DE AQUINO" de Buenos Aires, Argentina.

28 de enero de 2017

DE LA MARAVILLOSA PINTURA CUZQUEÑA


SANTO TOMÁS DE AQUINO
Un "lienzo votivo"


Nuestro tiempo, tan racional y relativista,
donde dominan los sentimentalismos subjetivos, 
tiene necesidad de su luminosa enseñanza imperecedera,
que armonizó con excelencia la fe y la razón






SANTO TOMÁS DE AQUINO,
PATRONO DE LA UNIVERSIDAD DEL CUSCO,
Pintura de la escuela cusqueña, C. 1690 - Museo de Arte de Lima


El mural de la escuela cuzqueña que se muestra arriba y que se exhibe en el Museo de Arte de Lima presenta al Doctor Angèlico con alas de ángel y de su pluma brotan rayos de sabiduría que destruyen a la serpiente de siete cabezas que ataca al conocimiento verdadero (simbolizado en el unicornio)

En su mano sostiene a la  Iglesia y una Custodia (porque, al decir de San Juan Pablo II “la Iglesia vive de la Eucaristìa”)

Esta pintura, de grandes dimensiones, fue encargado a artistas cusqueños en un momento crítico de la Universidad del Cusco, cuya existencia peligraba por las presiones del Obispo del Cusco Manuel de Mollinedo y Angulo. Es un “lienzo votivo”, destinado a solicitar la protección del santo patrono de la institución



Santo Tomás de Aquino aparece triunfante, aplastando a la Hidra de herejía. En el fondo, los dos jardines dispuestos simétricamente simbolizan la universidad. Las cintas de oro y las inscripciones reflejan la ortodoxia tomista profesada por esta institución. A la derecha se obsevan a San Pedro y San Pablo y, arriba de ellos, a la Inmaculada.

LUMEN ECCLESIAE


SANTO TOMAS DE AQUINO, Doctor de la Iglesia

“El más docto entre los santos
y el más santo entre los doctos”
(Beato Pablo VI)



Llamado “Doctor Angelicus” por su pensamiento lúcido y certero, que fundamenta en el “ser y no en el parecer”, y en la “necesidad de la gracia divina en la vida de los hombres”.

En la Encíclica FIDES ET RATIO, el Papa San Juan Pablo II escribe:

“La fe y la razón son como las dos alas con las que el espíritu humano se eleva hacia la contemplación de la Verdad”. Y el Aquinate es doctor insigne proclamado por la Iglesia por su doctrina sólida y perdurable, también para nuestro tiempo tan racionalista….

De la oración colecta de este día:

Dios nuestro,
que hiciste de santo Tomás de Aquino
un modelo de santidad y de doctrina,
concédenos la gracia
de comprender sus enseñanzas
e imitar sus ejemplos.

Lumen Ecclesiae,
Doctor veritatis,
Aquam sapientiae.


Ora pro nobis!

22 de enero de 2017

PARA FORMAR HOMBRES Y APÓSTOLES: Pensar a dónde voy y a qué...

UNA LUCHA NO FÁCIL
EMPEÑARSE EN AHONDAR EN EL INTERIOR Y PLANEAR SOBRE LAS CUMBRES


Los Ejercicios Espirituales siguen siendo una tarea indispensable para re-ordenar la vida interior del hombre. 
La Encíclica MENS NOSTRA del Papa Pío XI (20 de diciembre de 1929) tiene una actualidad impresionante y explica con claridad meridiana la necesidad de los Santos Retiros.
Frente a la ligereza, irreflexión, disipación continua y vehemente, insaciable codicia de riquezas y placeres, debilidad y extinción en las almas del deseo de bienes más elevados, enredo, y servidumbre en las cosas temporales que impide a las almas levantarse a las Verdades eternas.
Aquí un resumen de la misma.
        

A QUIÉN VA DIRIGIDA LA ENCÍCLICA “MENS NOSTRA”

Esta Encíclica, escrita por el Papa Pio XI,  se dirige a todo el mundo —Urbi et Orbi— pero de un modo especial a los Obispos, guías y formadores del Pueblo de Dios y de sus conciencias. Está dirigida a quienes son capaces de profundizar y ascender en orden al espíritu y de proyectar o promover esa ascensión espiritual en todos los niveles.

Pero está dirigida con carácter especial al hombre de la sociedad moderna, cuya modernidad consiste en la búsqueda del mayor goce con el menor número de renuncias; para el hombre moderno superficial y vacuo, que asume como filosofía de la vida la superficialidad de su propia existencia.

La característica de este hombre moderno es la huida de Dios y luego de sí mismo. Muy pronto apagará la luz de la conciencia, dominado por el temor cobarde a una conciencia que llama y grita.

Este hombre moderno no es el que plasmó Dios. Este hombre moderno es hijo de la insensatez, dominado por constantes contradicciones, y cuya razón de ser parece estar encubierta en la palabra “nada".

Por desgracia el hombre de la mentira, de la vacuidad de la existencia es el hombre universal. Su raza no se extingue.

El Documento del Papa es un llamado a este hombre universal a quien quiere despertar de su sopor enervante y hacerlo volver a la seriedad de la vida, a la responsabilidad de la existencia; para quien vivir sea cumplir un destino, asumir una misión, responder con grandeza al don de la vida.

La voz del Papa quiere restaurar en el fondo de cada corazón la jerarquía de valores que han de ser vividos como una opción absoluta.

CÓMO REHACER AL HOMBRE

La riqueza y la grandeza del ser humano parten de su vida racional. La gracia lo inserta en Dios y en sus Misterios; hace del hombre partícipe de Dios.

Esta vida racional entra en juego mediante las potencias del alma: inteligencia y voluntad. Facultades o potencias que crecen con su actividad y hábitos propios, y se perfeccionan en la medida en que se dan y entregan a la Verdad y al Bien. Verdad y Bien que constituyen el absoluto de Dios.

Según el lenguaje bíblico el hombre que asienta su vida sobre arena, construye en vano. Construye sobre la mentira y sobre el mal. De este modo degrada sus potencias y se hace un hombre infrahumano, que vive en la pesada y lúbrica atmósfera de un submundo. Los hábitos malos esclerosan la conciencia, invierten a todo el hombre. Es difícil restaurar al hombre por cuanto al huir éste de sí mismo torna imposible su cambio interior.

Pero todo este proceso no acaba ni muere con el individuo. El área de la mentira y del mal se extiende y afirma, cristalizada en una civilización del confort, del placer, del hedonismo degradante, del pecado sin escrúpulo, de la moral permisiva hasta llegar a esta terrible transmutación de llamar mal al bien y bien al mal, a la mentira verdad y a la verdad mentira.

EL DIAGNÓSTICO

Para este hombre moderno Pío XI tiene un diagnóstico terminante y claro; diagnóstico vertido en palabras objetivas y concretas, diagnóstico ordenado a liberar al hombre de su fatal enervamiento. Y el diagnóstico es el siguiente: el mundo, el hombre, está enfermo, muy enfermo de gravísima enfermedad. El Papa desciende a la raíz de las cosas y a su razón de ser. Enfatiza con vigor y rigor el mal contemporáneo.

Estas son sus palabras: “La gravísima enfermedad de la edad moderna, y fuente principal de los males que todos lamentamos, es esa ligereza e irreflexión que lleva extraviados a los hombres. De aquí la disipación continua y vehemente en las cosas exteriores; de aquí la insaciable codicia de riquezas y de placeres que poco a poco debilita y extingue en las almas el deseo de bienes más elevados, y de tal manera las enreda en las cosas temporales y transitorias, que no las deja levantarse a la consideración de las verdades eternas, ni de las leyes divinas, ni; aun del mismo Dios, único principio y fin de todo el universo creado".

Este solo párrafo de la Encíclica la contiene toda. Cada palabra ocupa su justo lugar, lleva intacto su particular contenido y despeja toda duda.

El inmediato sucesor de Pío XI, Su Santidad Pío XII, ha expresado esto mismo en síntesis genial: Todo se ha perfeccionado menos el hombre". Por otro camino llega a la misma enfermedad del hombre.

El párrafo de Pío XI señala, a través de varios substantivos, la autogénesis del mal y esa terrible degradación progresiva que lleva a la autodestrucción.

He aquí un elenco:
Ligereza, irreflexión, disipación continua y vehemente, insaciable codicia de riquezas y placeres, debilidad y extinción en las almas del deseo de bienes más elevados, enredo, y servidumbre en las cosas temporales que impide a las almas levantarse a las Verdades eternas.

Esta gravísima enfermedad del espíritu es hija del pecado y de la subversión de valores. Su enfermedad llega a la incapacidad de resistir; los tóxicos son tan fuertes como la misma enfermedad.

Cuando las facultades racionales del hombre no son puestas en acción, es decir, cuando el ser humano no habla, ni piensa, ni ama, ni escruta la invisible realidad de las cosas, ese modo de actuar del hombre es infraracional. Las potencias del alma se oxidan, el universo sigue rodando como rueda que rueda en el vacío, sin introducir ni aportar nada, a excepción de su estéril movimiento.

Pensar en sí mismo es fácil. Pensarse a sí mismo es difícil y duro. Para pensarse a sí mismo el hombre debe descender y llegar a los senos más profundos del alma y arrancarse a sí mismo su propio secreto: “Soy esto que soy".

La inmanencia rige el orden de la vida. Cuanto más elevada es una vida, más es inmanente. Dios vive ad intra de un modo eminente y absoluto. Se conoce y se ama desde su interior y hacia su interior. De manera semejante, invita al hombre —su creatura— a entrar en las sendas interiores del espíritu, para que se conozca, sepa quién es, descubra para qué vive, hacia dónde proyecta su personalidad, hasta que finalmente se sienta copartícipe con Dios de una misma vida.

LA RUTA HACIA DIOS

El ejercicio de las potencias tiene su cima y su cumbre en Dios, Verdad sobre toda verdad y Bien sobre todo bien. Cada uno de nosotros tiene que dar una respuesta a la invitación divina de subir más alto. O, si se quiere, cada uno de nosotros debe renacer —nacer de nuevo—, pero renacer llevando en sí mismo la imagen viva de Dios.

Para este renacer no son suficientes las fuerzas humanas. Se necesita el poder infinito de la gracia que por su propia naturaleza tiende a la perfección del hombre.

La expresión más acabada de este proceso es la SANTIDAD. Santo y perfecto se identifican. Alcanzar la santidad es la meta, el fin al que debe tender toda vida cristiana, cuyo ordenamiento debe responder esencialmente el fin último del hombre.

Todos los grandes procesos interiores necesitan una clara noción del fin y una voluntad férrea para lograrlo. Pero, además, los procesos que cambian el corazón de raíz, los que conducen a su vez al Corazón de Dios, son hijos y brotes de la oración. Esta es la llave maestra que abre el Corazón de Dios y el del hombre y establece entre ambos una inagotable corriente de vida divina, de sangre transformadora y nutriente.

En el orden de las “gracias fuertes” —aquellas gracias que renuevan o hacen renacer al hombre— la gracia de la oración es quizás la primera después del bautismo. La oración nos introduce en el fecundo silencio de Dios, pero nos introduce también en un abismo de luz, a cuyo resplandor es fácil discernir los grandes valores o las efímeras apariencias que defraudan cualquier ansia de ascensión espiritual.

Séanos lícito repetir una vez más cuánto peso llevan las palabras bíblicas: mentira y verdad, mal y bien. Para el hijo de la mentira, mentir, corromper, le es esencial o al menos necesario. El hijo de la verdad tiene el poder sagrado de participar de Dios, porque Dios es Verdad y es Amor.

El hijo de la verdad vive la verdadera escala de valores. Piensa, juzga, ama, es hombre en la medida en que esa escala se convierta en el principio y fin de toda su existencia. Desde esa escala de valores aprende a pensar, a ordenar el interior, a discernir el valor de las cosas, a jugarse entero por los grandes bienes.

LA RESPUESTA DEL BIEN Y DE LA VERDAD

A la gravísima enfermedad y fuente de todos los males, opone Pío XI la irrupción de bienes que bajan al corazón del hombre, cuando el hombre “busca de veras a Dios". Es la antítesis del mal que había señalado. He aquí sus palabras:

“Al obligar al hombre al trabajo interior del espíritu, a la reflexión, a la meditación, al examen de sí mismo, es maravilloso el desarrollo que da a las facultades humanas; de tal manera que en esta insigne palestra del espíritu la razón aprende a pensar con madurez y ponderar equilibradamente las cosasla voluntad se fortalece en gran medidalas pasiones se sujetan al dominio de la razón, la actividad, unida a la reflexión, se ajusta a normas fijas y sensatas, y toda el alma resurge a su nobleza y excelsitud nativas“.

Párrafo tan denso debe ser meditado hasta arrancarle su más profundo contenido, el misterio de las cosas en orden a sí mismo y en orden a Dios.

LOS EJERCICIOS ESPIRITUALES

Aprender a pensar, a guardar silencio interior, buscar la soledad de espíritu y anclar en ella, amar con ese amor que es más fuerte que la muerte, es obra de hombres que han tomado en serio el por qué de la existencia.

El hombre que ha restituido en sí mismo la imagen viva de Dios se ha desposado con la Verdad y con el Bien. En él ha nacido el santo. Siente la necesidad de penetrar en todos los abismos y planear sobre todas las cumbres.

Ahora se siente libre, feliz poseedor de sí mismo, ansioso de realizar proezas por su Dios. El fin último de su vida, la razón de su existencia se ha logrado. Está bebiendo la copa de la paz.

La historia de las almas santas, empleando éste u otro lenguaje, nos hace vislumbrar el vacío, la necedad, la superficialidad, la vacuidad de un alma que vive de afuera para afuera. Los santos, por su parte, son clara y terminante reacción a la superficialidad humana. Obran desde adentro para adentro.

El Señor nos ha dicho que vino al mundo para traer la guerra y no la paz, la violencia y no la inercia. Nos ha querido decir con esto que la vida espiritual, la que Él trajo al mundo, exige lucha. Al esfuerzo por reordenar el interior se lo llama Ejercicios Espirituales.

Ejercicios Espirituales por cuanto se empeñan en la doble dimensión del alma: hacia la profundidad de los abismos y hacia la altura de las cumbres, obra de la oración y del silencio, pero también obra de una lucha a sangre y fuego contra las concupiscencias. Destacamos el poder absoluto de la oración; esa nobleza espiritual que importa el trato y la convivencia con Dios.

Todos estos héroes disciplinaron sus vidas con la oración, azotes, ayunos, trabajos apostólicos, cumplimiento del deber de estado. Y se convirtieron en transfusores de santidad. De los Santos brotaron santos. Floreció el desierto.

A esta no fácil lucha, a este constante vigilar las operaciones y los movimientos del alma llamamos Ejercicios Espirituales.

Estas dos riquísimas palabras son capaces de elevar a toda una generación, a todo un mundo. Pueden producir una revolución espiritual.

De hecho la han producido. Y por esas ironías de la gracia, el instrumento para esta revolución espiritual es un pequeño libro: el libro de los Ejercicios según la mente de San Ignacio de Loyola o Ejercicios Ignacianos.

Vienen superando desde hace siglos las pruebas de fuego: pero doctrina y método quedaron intactos.

Su autor es Dios. Su instrumento San Ignacio de Loyola. Todo el libro está impregnado de noble grandeza espiritual.

Lo que fue y sigue siendo para la doctrina de la Iglesia la Suma Teológica de Santo Tomás de Aquino, en orden a la ascética cristiana lo son los Ejercicios de San Ignacio de Loyola.

De entrada ubican al hombre frente a una ley metafísica: el Principio y Fundamento. O sea, el fin del hombre. Acaban con la contemplación para alcanzar amor, punto final y término del vivir humano.

Como el mundo moderno no se entiende a sí mismo ni comprende al hombre, menos entiende el supremo principio ordenador que son los Ejercicios. En medio de tanta confusión no faltan quienes aseguran que ya pasó el siglo de San Ignacio y que el libro de los Ejercicios Espirituales es una pieza de museo.

Sin embargo nos salvará la Suma Teológica y nos salvará el libro de los Ejercicios.

Monseñor + Adolfo TORTOLO
Arzobispo de Paraná

Para leer completa y en castellano esta Encíclica ver el siguiente enlace oficial:

https://w2.vatican.va/content/pius-xi/es/encyclicals/documents/hf_p-xi_enc_19291220_mens-nostra.html#_ftnref5


21 de enero de 2017

UN NUEVO ATILA MÁS SUTIL Y AGRESIVO


Discurso al Congreso de los hombres de Acción Católica del Papa Pío XII

(Domingo, 12 de octubre de 1952, en la inauguración de un templo en Roma dedicado al Papa San León Magno, al cumplirse 1500 años de cuando Atila se retira y no ataca Roma gracias a la intervención de este Papa en el otoño del año 452).




En este año 2017, en que coinciden tres aniversarios cruciales:

Ø Los 500 años del inicio de la Reforma protestante 
("Cristo sí, Iglesia no"),

Ø los 300 años de la fundación de la Masonería moderna 
("Dios sí, Cristo no")

Ø y los 100 años de la Revolución comunista en Rusia 
("Dios ha muerto o, mejor dicho, nunca ha existido")

Recordamos un discurso profético del Papa Pacelli, que hace referencia a estos tres axiomas tan actuales.


Al contemplar esta magnífica reunión de hombres de Acción Católica, la primera palabra que viene a nuestros labios es de agradecimiento a Dios por habernos regalado un espectáculo tan grandioso y devoto; después, de reconocimiento a vosotros, queridos hijos, por haberlo querido realizar ante nuestra mirada exultante.

Nos sabemos bien cuáles nubes amenazantes se espesan sobre el mundo, y sólo el Señor Jesús conoce nuestra continua ansiedad por la suerte de una humanidad de la que Él, Supremo Pastor invisible, quiso que Nos fuésemos visible padre y maestro. Ella mientras tanto procede por un camino que cada día se manifiesta más arduo, mientras parecería que los medios portentosos de la ciencia debiesen, no digamos «cubrirlo de flores», pero al menos disminuir, si no directamente extirpar, el cúmulo de cardos y de espinas que lo obstruyen.

De vez en cuando sin embargo –para confirmarnos en esta preocupada ansiedad– Jesús en su bondad quiere que las nubes se rasguen y aparezca triunfante un rayo de sol; signo de que incluso las nubes más oscuras no destruyen la luz, sino que solamente esconden su fulgor.

Y he aquí ahora un pacífico ejército de hombres militantes en la Acción Católica Italiana; cristianos vivos y vivificantes; pan bueno y a la vez preciosísimo fermento en medio de la masa de los otros hombres; ciento cincuenta mil, la mayor parte padres de familia, que viven su bautismo y se esfuerzan para hacerlo vivir a los otros. No sois todos.

Cientos de miles de hombres católicos, retenidos están aquí presentes con el ardor de su espíritu, de su fe, de su amor. Hombres maduros y de toda condición: gerentes, profesionales, empleados, docentes, obreros, trabajadores del campo, militares: todos hermanos en Cristo, todos unidos como en un solo latido de un solo corazón.

Quisiéramos que también vosotros pudierais admirar la estupenda visión que se ofrece en este momento a nuestros ojos; anhelaríamos que sintieseis en lo profundo del alma con cuánto amor Nos quisiéramos –si fuese posible– descender en medio de vosotros y abrazaros a todos, como si fueseis uno solo.

¡Queridos hijos! Habéis venido a Roma para festejar los treinta años de vuestra Unión –la primera de las Asociaciones Nacionales de Acción Católica–. Hace cinco años, los hombres que coincidieron en la Urbe eran setenta mil; hoy ese número se ha duplicado y es algo más que un símbolo del multiplicado fervor de vuestra vida cristiana.

Hoy a mediodía un nuevo acorde de campanas se ha agregado al anillo sonoro de todos los bronces sagrados de la Urbe, que saludan a María e invitan a los fieles a honrarla. En aquella hora vosotros habéis querido hacernos a Nos, Obispo de Roma, un don particularmente grato. En el corazón de un barrio densamente poblado de nuestra querida Ciudad, por impulso de vuestro incansable Asesor Eclesiástico Central, sobre los diseños de un joven arquitecto miembro de la Acción Católica, ante la admiración de cuantos han podido observar la complejidad del proyecto y la rapidez de la ejecución, gracias a la habilidad y a la tenacidad de los trabajadores, vuestra Unión ha hecho surgir, con todos los edificios y las obras anexas, una iglesia bella y espaciosa, sede de parroquia, dándole el nombre de San León Magno.

Nos estimamos que no herimos a nadie diciendo que de este Pontífice, grande entre los grandes, pocos conocen su intrépida actividad por el bien civil y social de Roma y de Italia, para conservar la pureza de la fe y para reordenar y reforzar la organización eclesiástica; quizás no muchos recuerdan que una gran parte de su actividad fue gastada en la lucha contra la herejía monofisita, que negaba en Cristo dos naturalezas, la humana y la divina, realmente distintas, sin fusión ni mezcla.

Pero todos saben que, mientas Atila, rey de los hunos, descendía victorioso en Italia, devastando la Venecia y la Liguria, y se aprestaba a marchar sobre Roma, el Papa León reanimó al Emperador, al Senado y al pueblo, todos presas del terror; después partió inerme y fue al encuentro del invasor sobre el Mincio. Y Atila lo recibió dignamente y se alegró tanto de la presencia del summus sacerdos, que renunció a toda acción de guerra y se retiró más allá del Danubio. Este hecho memorable ocurrió en el otoño del año 452, de donde Nos estamos felices de conmemorar aquí solemnemente con vosotros el decimoquinto centenario.

¡Queridos hijos, hombres de Acción Católica! Cuando nos enteramos de que el nuevo templo debía ser dedicado a San León I, salvador de Roma y de Italia de la avalancha de los bárbaros, nos ha venido el pensamiento de que quizás vosotros queríais referiros a las condiciones actuales. Hoy no sólo la Urbe e Italia, sino el mundo entero está amenazado.

Oh, no nos preguntéis cuál es el “enemigo”, ni cuáles vestimentas usa. Él se encuentra en todas partes y en medio de todos; sabe ser violento y furtivo. En estos últimos siglos ha tratado de realizar la disgregación intelectual, moral y social de la unidad en el organismo misterioso de Cristo. Ha querido la naturaleza sin la gracia; la razón sin la fe; la libertad sin la autoridad; a veces la autoridad sin la libertad. 

Es un “enemigo” vuelto cada vez más concreto, con una falta de escrúpulos que deja todavía atónito: Cristo sí, Iglesia no. Después: Dios sí, Cristo no. Finalmente el grito impío: Dios ha muerto; más bien: Dios nunca ha existido. 

Y he aquí el intento de edificar la estructura del mundo sobre fundamentos que Nos no dudamos en señalar como principales responsables de la amenaza que se cierne sobre la humanidad: una economía sin Dios, un derecho sin Dios, una política sin Dios.

El “enemigo” se ha esforzado y se esfuerza para que Cristo sea un extraño en la Universidad, en la escuela, en la familia, en la administración de justicia, en la actividad legislativa, en el consenso de las naciones, allí donde se determina la paz o la guerra.

Él está corrompiendo el mundo con una prensa y con espectáculos que matan el pudor en los jóvenes y las jóvenes y destruyen el amor entre los esposos; inculca un nacionalismo que conduce a la guerra.

Vosotros veis, queridos hijos, que no es Atila quien presiona a las puertas de Roma; vosotros comprendéis que sería vano, hoy, pedir al Papa que se mueva y vaya a encontrarlo para detenerlo e impedirle sembrar la ruina y la muerte.

El Papa debe, en su puesto, vigilar, orar y prodigarse incesantemente, a fin de que el lobo no termine de penetrar en el aprisco para secuestrar y dispersar la grey (cfr. Juan 10,12); también aquellos que comparten con el Papa la responsabilidad del gobierno de la Iglesia hacen todo lo posible para responder a la espera de millones de hombres, los cuales –como expusimos el pasado febrero– invocan un cambio de ruta y miran a la Iglesia como el válido y único timonel. Pero esto hoy no basta: todos los fieles de buena voluntad deben conmoverse y sentir su parte de responsabilidad en el éxito de esta empresa de salvación.

¡Queridos hijos, hombres de Acción Católica! La humanidad actual, desorientada, perdida, descorazonada, tiene necesidad de luz, de orientación, de confianza.

¿Vosotros queréis con vuestra colaboración –bajo la guía de la sagrada Jerarquía– ser los heraldos de esta esperanza y los mensajeros de esta luz? ¿Queréis ser portadores de seguridad y de paz? ¿Queréis ser el gran y triunfal rayo de sol que invita a despertar del sueño y a trabajar con fuerza? ¿Queréis convertiros –si a Dios le place así– en animadores de esta multitud humana, en espera de vanguardias que la precedan?  

Entonces es necesario que vuestra acción sea ante todo consciente. El hombre de Acción Católica no puede ignorar lo que la Iglesia hace y pretende hacer. Él sabe que la Iglesia quiere la paz; que quiere una más justa distribución de la riqueza; que quiere levantar la fortuna de los humildes y de los indigentes; sabe que Cristo, Dios hecho hombre, es el centro de la historia humana; que todas las cosas han sido hechas en Él y para Él. Él sabe que la Iglesia, cuando augura un mundo distinto y mejor, piensa en una sociedad que tenga por base y fundamento a Jesucristo con su doctrina, sus ejemplos y su redención.


En segundo lugar es necesaria que vuestra acción sea iluminadora. En vuestras fábricas, en vuestras oficinas, en las calles, en los lugares donde obtenéis la sana recreación o el necesario descanso, os encontraréis casualmente con hombres “que tienen ojos para ver y no ven” (Ezequiel 12,2). ¡Hoy, por ejemplo, se encuentra pobre gente persuadida de que la Iglesia, que el Papa, quieren la explotación del pueblo, quieren la miseria, quieren –parecería inimaginable– la guerra! Los autores y propagadores de estas horrendas calumnias logran escapar de la justicia de los hombres, pero no podrán sustraerse al juicio de Dios. ¡“Vendrá un día…”! ¡Señor, perdónalos! Entretanto sin embargo es necesario aprovechar toda ocasión para abrir los ojos a esos ciegos, a menudo más víctimas de engaño que culpables.

Además, es necesario que vuestra acción sea vivificante. La Acción Católica no será realmente tal si no actúa sobre las almas. Las grandes reuniones, los magníficos desfiles y las manifestaciones públicas son ciertamente útiles. ¡Pero ay con confundir los instrumentos con los fines para los cuales deben ser utilizados! Si vuestra acción no llevase la vida del espíritu adonde está la muerte, si no buscase sanar esa misma vida donde está enferma, si no la fortificase donde está débil, sería en vano. Sabemos que vuestra Presidencia General ha preparado un programa de trabajo “capilar”, para volver eficiente la presencia de los católicos militantes en cada lugar y con todas las personas entre las cuales viven. De esa “base misionera”, como se ha querido llamarla, sed por lo tanto vosotros los principales componentes y propulsores.

Vuestra acción sea también unificadora. Estad unidos entre los miembros de una misma Asociación; unidos entre las diversas Asociaciones; unidos con las otras “ramas” de la Acción Católica. Pero estad unidos y haceos promotores de unión también con las otras fuerzas católicas, que combaten vuestras mismas incruentas batallas y tienden a vencer en vuestra misma lucha.

¡Queridos hijos! ¿Queréis ser fuertes? ¿Queréis ser, con la ayuda de Dios, invencibles? Estad prontos para sacrificar al bien supremo de la unión, no digamos los caprichos –es evidente–, sino también cualquier idea o programa que pudiese pareceros genial. La unión, sin embargo, no es uniformidad. Ésta destruiría la variedad de las fuerzas; variedad que no tiene solamente un valor estético, sino que también acarrea ventajas estratégicas y tácticas de primerísimo orden.

Vuestra acción sea finalmente obediente. Ninguno más que Nos desea que el laicado salga de un cierto estado de minoría de edad, hoy más que nunca inmerecido, en el campo del apostolado. Pero, por otra parte, es evidente la necesidad de una obediencia pronta y filial, siempre que la Iglesia habla para instruir las mentes de los fieles y para dirigir su actividad. Ella cuida bien de no invadir la competencia de la Autoridad civil. Pero cuando se trata de cuestiones que afectan la religión o la moral es deber de todos los cristianos, y especialmente de los militantes de Acción Católica, cumplir sus disposiciones, comprender y seguir sus enseñanzas.

Quisiéramos añadir que también en el seno de la Acción Católica es necesario observar una estricta disciplina entre los varios grados de las Asociaciones. Cuando de hecho se tiene en frente a un ejército de férrea organización, ¿a qué peligros se expondría una milicia desordenada, en la cual cada uno se creyese autorizado a juzgar y a actuar según su propio arbitrio?

Y ahora, antes de concluir estas palabras nuestras, quisiéramos confiaros una “consigna”. Vosotros ciertamente recordáis que en el pasado mes de febrero hemos dirigido a los fieles de Roma una cálida exhortación, a fin de que el rostro incluso externo de la Urbe aparezca brillante de santidad y de belleza. Debemos decir que clero y pueblo están trabajando ardientemente para que no resulten vanas nuestras esperanzas y no sea frustrada nuestra confianza. Pero Nos hemos expresado al mismo tiempo el augurio de que el potente despertar, al que hemos exhortado a Roma, sea “pronto imitado por las diócesis cercanas y lejanas, a fin de que a nuestros ojos sea concedido ver volver a Cristo no solamente las ciudades, sino las naciones, los continentes, la humanidad entera”. Para este que podríamos llamar “segundo tiempo” Nos contamos con los hombres de Acción Católica, con toda la Acción Católica.

Entonces, mientras los impíos siguen difundiendo los gérmenes del odio, mientras gritan aún: “No queremos que Jesús reine sobre nosotros”: «nolumus hunc regnare super nos» (Lucas 19,15), otro canto se elevará, un canto de amor y de liberación, que exhala firmeza y coraje. Él se elevará en los campos y en las oficinas, en las casas y en las calles, en los parlamentos y en los tribunales, en las familias y en la escuela.

¡Queridos hijos, hombres de Acción Católica! Dentro de algunos instantes Nos impartiremos con toda la efusión de nuestro corazón paterno la Bendición Apostólica a vosotros, a vuestros seres queridos, a vuestras obras, a vuestras Asociaciones. Después retomaréis vuestro camino, volveréis a vuestros hogares, reencontraréis vuestro trabajo. Llevad a todas partes vuestra acción iluminadora y vivificante. Y sea vuestro canto un canto de certeza y de victoria.

Christus vincit! Christus regnat! Christus imperat!








15 de enero de 2017

EL CORDERO DE DIOS

AGNUS DEI
Reflexión acerca del título con que presenta San Juan Bautista a Cristo: “El Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” al inicio del Evangelio de San Juan

Valdrá seguro aquello de fray Luis de León: que de los Nombres divinos vale que cada cual tenga sus gustos, sus preferencias, su dilección. Que los hay quienes al título de “Rey”, se les conmueven las entrañas todas; o los que caen de bruces a la sola voz “Señor”; o quienes aman y viven del nombre “Jesús” como servidor. Como no faltan quienes hallan la más bella lumbre y música al título de Roca o Pastor; Esposo, Verdad o Ladrón de Medianoche.

Valdrá lo de Fray Luis, cómo no… pero permítaseme excluir del listado a un nombre, un solo Nombre de Cristo que se resiste a sumarse sin más a la larga nómina de Nombres. Y no porque sea el más lustroso ni el más sublime. Pantocrátor dice más. Hijo Eterno, ni hablar. Se trata de un Nombre casi insignificante; es más: se trata del Nombre donde la distancia entre el Nombre y el Nombrado se estira de tal modo que no cabe ni pensar ni imaginar un estiramiento mayor. Es el Nombre mayor de lo cual Dios no podría ser analogado. Nombre que habita las fronteras más inhóspitas de la analogía, allí donde éstas lindan con el equívoco. El Nombre que está bajo todo nombre… hablamos del Cordero de Dios.

Y no, no es un Nombre más. Es distinto. De tan inadecuado, se torna más creíble y amable que todos los títulos ajustados a teológica razón. Tal vez sea sencillamente el nombre más bello que haya recibido Nuestro Señor, y la prueba o el fundamento de que sea tal radique justamente en lo infunda-mentable de su fundamento…

Sí. No hay nada más bello que verle el Rostro a Jesús (el Infante, el muy Llagado, el bien Resucitado, el Rostro hecho Pan o el que fuere) y soplar sobre Él la voz “Cordero”... y notar qué bien le sienta.

No necesita decodificaciones teológicas ni piadosas. Desnuda de toda retórica, la voz Cordero lo nombra al Señor de un modo misterioso y entrañable, cotidiano e inasible, tierno y tremendo. Como el Cordero de Zubarán: sin aureola, sin estandarte, sin siquiera sangre, lo dice al Señor prístino, sin más. De tan oblicua que es la referencia, de tantos rebotes de espejo en espejo, la luz del Nombrado termina fluyendo en este Nombre con tal frescura y vigor que pareciera manar del surgente y allí mismo ser recibido. Por aquello de que el colmo de lo oblicuo es derecho. Un Nombre cuya parábola o metáfora es tan lejana que la elipse devuelve el Nombre al foro de lo nombrado. Por eso “Cordero” refulge en tanta luz; por eso decirle al Hijo Eterno: “Cordero” es tan inmediato y directo como decirle al sol sol, o luna a la luna.

No en vano la Ciudad divina, el Cielo eterno, no será alumbrada ni por el sol ni por la luna sino por este Cordero de Luz…

Y de allí que el Evangelio de San Juan, luego del prólogo-himno, 
comience con este señalamiento de Juan Bautista: este es el Cordero de Dios. Este es Quien en su purísima inocencia cargará sobre sí todo el pecado del mundo: lo asumirá, lo hará propio y saliendo del campamento como chivo expiatorio, morirá en vez de los culpables, en paga de sus culpas.

Pero hay mucho más en la voz Cordero (y en el señalamiento de Juan) que la expiación que quita el pecado del mundo. Esa lana blanca como la nieve, antigua como la rueca, esa mirada inmensa y calma, esas manos talladas en roca prediluviana… y ese gusto por el silencio, incluso en el peligro, incluso a la hora de teñir de escarlata su lanar. Hay algo en el nombre Cordero que expresa muy bien una cualidad inefable de Cristo: el que sea tan a la vez tierno y firme, dulce y viril, hidalgo y feroz, manso y salvaje, lúdico y serio. Tal vez lo que se anuda en el Cordero sea, al decir de Blake, “inocencia y experiencia”. 

Pues es el Niño del Pesebre y el Hacedor del orbe… ese misterioso Cordero más antiguo que el Mundo, de la carta de Pedro.

El Cordero que tenemos por Dios y Señor está vivo y degollado a la vez. Fluye de su Pecho muy lastimado un intenso flujo de Sangre viva: no como se encharca en su propio derrame un animal muerto sin pulso, sino que mana este torrente a la presión fuerte de un Viviente. Como el Cordero místico del políptico de Van Eyck, nuestro Dios-Cordero es garboso y erguido con porte de León, manso y humilde con rasgos de borrego.

No es que Dios buscó un animal entre todos, en busca de alguno que expresara lo mejor posible la identidad de su Hijo. Decididamente fue al revés: Dios creó el cordero mirando a su Hijo, previendo su Encarnación y lo creó ante todo para decirlo, para que hubiera gramática, un modo de decir al Hijo, un modo de decir lo inefable, de vocear ese infinito inasible en una sola voz e imagen: Cordero, Agnus Dei.

Por eso, no sólo el Cordero pascual del Éxodo, o el “como cordero llevado a matadero” de Isaías, ni el Cordero de oro refulgente del templo de Salomón son prefiguraciones de Cristo: sino que todo cordero es sombra y figura Suya. Todo cordero habla de Él. 

Quien pierda una tarde mirando dormir a la cría de oveja o contemplando cómo da lúdicas cabriolas jugando con su propia sombra, o cómo mira lejos con apacible gozo, y acercándose a su oído le pregunte, con Blake, …Little Lamb who made thee (…Pequeño Cordero, ¿quién te hizo, sabés acaso quién te hizo?), quien esto susurre, entenderá que antes que hubiera Mundo, antes que los montes y los mares, antes que las praderas y corrales hubo un dorado Cordero en Brazos de su Padre, con cuya lana se urdieron y tejieron los Mundos.

Y en el Cielo lo veremos como un diamante en todas sus incontables facetas: Puerta y Camino, Piedra y Juez, Luz y Vida, Rey y León, Verbo y Salvador… pero todos estos atributos serán divinos hilos con que se bordará una sola y compacta imagen, la de Jesús, el Cordero eterno del Padre. 


No en vano el Libro del Cordero del Apocalipsis, en 28 ocasiones nos habla de Él, de su Cántico y su Boda, de su lumbre y potestad. Que Lutero siga quejándose de que es un libro críptico que no revela: nuestra es la gracia de poder leer “Cordero” y conmovernos enteros ante la manifestación tan diáfana del Rostro de Dios.

Que al llegar mi postrer día quiero pensar y decir: viví como un pobre pastorcico apacentado por un Cordero; lleva a tu servidor, por manos de tu Ángel, para sumarse a la multitud de eremitas que adoran al místico Cordero erguido sobre el altar del Cielo, en las verdes colinas eternas. Y pueda allí volver a decirte: yo soy niño y Tú Cordero y ambos respondemos al mismo nombre.

Monasterio del Cristo orante
Mendoza, Argentina




Frontal con hornacina del antiguo Altar Mayor de la Basílica del Espíritu Santo, con el Cordero del Apocalipsis y el Libro con los siete sellos.




Agnus Dei de Francisco de Zurbarán (c.1635)
(Museo del Prado)






San Juan Bautista niño con el Cordero, de Murillo (c.1670)
(Museo del Prado)





“La adoración del Cordero místico”
de los hermanos Van Eyck (c.1432)

Forma parte del enorme políptico que se halla en la Catedral de Gante, donde fuera bautizado Carlos V.


(Miran hacia el Altar del sacrificio rodeado de ángeles con turíbulos, cuatro grupos: los fieles, las mártires, los paganos y judíos y obispos, papas y religiosos)