Centro de Profesionales de la Acción Católica "SANTO TOMÁS DE AQUINO" de Buenos Aires, Argentina.

23 de febrero de 2018

¿TRANSFORMAR EL MUNDO Y LA IGLESIA? CUARESMA 2018

«No os conforméis a la mentalidad de este mundo» 

De la primera predicación de Fray Rainero Cantalamessa en la Cuaresma 2018 en Roma.



«No os amoldéis a este mundo, sino transformaos por la renovación de la mente, para que sepáis discernir cuál es la voluntad de Dios, qué es lo bueno, lo que le agrada, lo perfecto» (Rom 12,2).
En una sociedad en la que cada uno se siente investido con la tarea de transformar el mundo y la Iglesia, cae esta palabra de Dios que invita a transformarse uno mismo. «No os amoldéis a este mundo»: después de estas palabras habríamos esperado que se nos dijera: «¡Pero transformadlo!»; en cambio nos dice: «¡Sino transformaos!». Transformad, sí, el mundo, pero el mundo que está dentro de vosotros, antes de creer poder transformar el mundo que está fuera de vosotros.
Será esta palabra de Dios, tomada de la Carta a los Romanos, la que nos introduzca este año en el espíritu de la Cuaresma. Como desde hace algunos años, dedicamos la primera meditación a una introducción general a la Cuaresma, sin entrar en el tema específico del programa, también por la ausencia de parte del auditorio, ocupado en otro lugar en los Ejercicios Espirituales.

1. Los cristianos y el mundo

Demos primero una mirada a cómo este ideal del apartamiento del mundo ha sido comprendido y vivido desde el Evangelio hasta nuestros días. Conviene tener en cuenta siempre las experiencias del pasado si se quieren comprender las necesidades del presente. En los evangelios sinópticos la palabra «mundo» (kosmos) casi siempre se entiende en sentido moralmente neutro. Tomado en sentido espacial, mundo indica la tierra y el universo («Id por todo el mundo»); tomado en sentido temporal, indica el tiempo o el «siglo» (aion) presente. Con Pablo, y más aún con Juan, la palabra «mundo», se carga de una relevancia moral y viene a significar, la mayoría de las veces, el mundo como ha llegado a ser tras el pecado y bajo el dominio de Satanás, «el Dios de este mundo» (2 Cor 4,4). De ahí la exhortación de Pablo de la que hemos partido y aquella, casi idéntica, de Juan en su Primera Carta: «No améis al mundo ni lo que hay en el mundo. Si alguno ama al mundo, no está en él el amor del Padre. Porque lo que hay en el mundo —la concupiscencia de la carne, y la concupiscencia de los ojos, y la arrogancia del dinero—, eso no procede del Padre, sino que procede del mundo» (1 Jn 2, 15-16).
Todo esto no conduce nunca a perder de vista que el mundo en sí mismo, a pesar de todo, es y seguirá siendo, la realidad buena creada por Dios, que Dios ama y que ha venido a salvar, no a juzgar: «Porque tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3,16). La actitud hacia el mundo que Jesús propone a sus discípulos está encerrada en dos preposiciones: estar en el mundo, pero no ser del mundo: «Ya no voy a estar en el mundo —dice dirigido al Padre—; pero ellos están en el mundo […]. No son del mundo, como tampoco yo soy del mundo» (Jn 17,11.16).
Durante los tres primeros siglos, los discípulos se muestran conscientes de esta posición suya única. La Carta a Diogneto, escrito anónimo de final del siglo II, describe así el sentimiento que los cristianos tenían de sí mismos en el mundo: «Los cristianos no se distinguen de los demás hombres, ni por el lugar en que viven, ni por su lenguaje, ni por sus costumbres. Ellos, en efecto, no tienen ciudades propias, ni utilizan un hablar insólito, ni llevan un género de vida distinto. Su sistema doctrinal no ha sido inventado gracias al talento y especulación de hombres estudiosos, ni profesan, como otros, una enseñanza basada en autoridad de hombres. Viven en ciudades griegas y bárbaras, según les cupo en suerte, siguen las costumbres de los habitantes del país, tanto en el vestir como en todo su estilo de vida y, sin embargo, dan muestras de un tenor de vida admirable y, a juicio de todos, increíble. Habitan en su propia patria, pero como forasteros; toman parte en todo como ciudadanos, pero lo soportan todo como extranjeros; toda tierra extraña es patria para ellos, pero están en toda patria como en tierra extraña. Igual que todos, se casan y engendran hijos, pero no se deshacen de los hijos que conciben. Tienen la mesa en común, pero no el lecho. Viven en la carne, pero no según la carne»¹.
Sinteticemos al máximo la continuación de la historia. Cuando el cristianismo se convierte en religión tolerada y luego, muy pronto, protegida y favorecida, la tensión entre el cristiano y el mundo tiende inevitablemente a atenuarse, porque el mundo ya se ha convertido, o al menos es considerado, «un mundo cristiano». Se asiste así a un doble fenómeno. Por una parte, los grupos de creyentes deseosos de permanecer como sal de la tierra y no perder el sabor, huyen, también físicamente, del mundo y se retiran al desierto. Nace el monacato teniendo como enseña el lema dirigido al monje Arsenio: «Fuge, tasce, quiesce», «Huye, calla, vive retirado»².
Al mismo tiempo, los pastores de la Iglesia y los espíritus más iluminados tratan de adaptar el ideal del apartamiento del mundo a todos los creyentes, proponiendo una huida no material, sino espiritual del mundo. San Basilio en Oriente y San Agustín en Occidente conocen el pensamiento de Platón sobre todo en la versión ascética que había asumido con el discípulo Plotino. En esta atmósfera cultural estaba vivo el ideal de la fuga del mundo. Sin embargo, se trataba de una fuga, por así decirlo, en vertical, no en horizontal, hacia arriba, no hacia el desierto. Consiste en elevarse por encima de la multiplicidad de las cosas materiales y las pasiones humanas, para unirse a lo que es divino, incorruptible y eterno.
Los Padres de la Iglesia —los capadocios³ en primera línea— proponen una ascética cristiana que responde a esta exigencia religiosa y adopta su lenguaje, sin sacrificar nunca a ella, sin embargo, los valores propios del Evangelio. Para empezar, la fuga del mundo inculcada por ellos es obra de la gracia más que del esfuerzo humano. El acto fundamental no está al final del camino, sino en su comienzo, en el bautismo. Por eso, no está reservada a pocos espíritus cultos, sino abierta a todos. San Ambrosio escribirá un tratadito Sobre la huida del mundo, dirigiéndolo a todos los neófitos⁴. La separación del mundo que él propone es sobre todo afectiva: «La fuga —dice— no consiste en abandonar la tierra, sino, permaneciendo en la tierra, en observar la justicia y la sobriedad, en renunciar a los vicios y no al uso de los alimentos»⁵.
Este ideal de desprendimiento y fuga del mundo acompañará, en formas diversas, toda la historia de la espiritualidad cristiana. Una oración de la liturgia lo resume en el lema: «Terrena despicere et amare caelestia», «despreciar las cosas de la tierra y amar las del cielo».

2. La crisis del ideal de la «fuga mundi»

Las cosas han cambiado en la época cercana a nosotros. Nosotros hemos atravesado, a propósito del ideal de la separación del mundo, una fase «crítica», es decir, un período en que dicho ideal fue «criticado» y mirado con sospecha. Esta crisis tiene raíces remotas. Comienza —al menos a nivel teórico— con el humanismo del Renacimiento que produce el auge del interés y entusiasmo, a veces de matriz paganizante, por los valores mundanos. Pero el factor determinante de la crisis hay que verlo en el fenómeno de la llamada «secularización», que comenzó con la Ilustración y alcanzó su punto álgido en el siglo XX.
El cambio más evidente se refiere precisamente al concepto de mundo o de siglo. En toda la historia de la espiritualidad cristiana, la palabra saeculumhabía tenido una connotación tendencialmente negativa, o al menos ambigua. Indicaba el tiempo presente sometido al pecado, en oposición al siglo futuro o a la eternidad. Con el paso de pocas décadas, cambió de signo, hasta asumir, en los años 60 y 70, un significado muy positivo. Algunos títulos de libros que salieron en aquellos años, como El significado secular del Evangelio, de Paul van Buren, y La ciudad secular, de Harvey Cox, ponen en evidencia, por sí solos, este significado nuevo, optimista, de «siglo» y de «secular». Nació una «teología de la secularización».
Sin embargo, todo esto ha contribuido a alimentar en algunos un optimismo exagerado respecto del mundo, que no tiene en cuenta suficientemente su otra cara: aquella por la que está «bajo el maligno» y se opone al espíritu de Cristo (cf. Jn 14,17). En un determinado momento nos hemos dado cuenta de que al ideal tradicional de la fuga «del» mundo, se había sustituido, en la mente de muchos (también entre el clero y los religiosos), por el ideal de una fuga «hacia» el mundo, es decir, una mundanización. En este contexto se escribieron algunas de las cosas más absurdas y delirantes que jamás se han pasado bajo el nombre de «teología». La primera de ellas es la idea de que Dios mismo se seculariza y se mundaniza, cuando se anula como Dios para hacerse hombre. Estamos ante la llamada «Teología de la muerte de Dios». Existe también una sana teología de la secularización en que ésta no es vista como algo opuesto al Evangelio, sino más bien como un producto de él. Pero no es ésa la teología de la que estamos hablando.
Alguien ha hecho notar que las «teologías de la secularización» mencionadas no eran otra cosa que un intento apologético tendente «a proporcionar una justificación ideológica de la indiferencia religiosa del hombre moderno»; eran también «la ideología que las Iglesias necesitaban para justificar su creciente marginación»⁶. Pronto se hizo claro que estábamos en un callejón sin salida; en pocos años no se habló ya casi de teología de la secularización y algunos de sus mismos promotores tomaron distancias. Como siempre, tocar el fondo de una crisis es la ocasión para volver a interrogar a la Palabra de Dios «viva y eterna». Escuchamos de nuevo, pues, la exhortación de Pablo: «No os amoldéis a este mundo, sino transformaos por la renovación de la mente, para que sepáis discernir cuál es la voluntad de Dios, qué es lo bueno, lo que le agrada, lo perfecto».
Para el Nuevo Testamento, ya sabemos cuál es el mundo al cual no debemos conformarnos: no el mundo creado y amado por Dios, no los hombres del mundo a los cuales, al contrario, debemos ir siempre al encuentro, especialmente los pobres, los últimos, los que sufren. El «mezclarse» con este mundo del sufrimiento y la marginación es paradójicamente el mejor modo de «separarse» del mundo, porque es ir allí, de donde el mundo huye con todas sus fuerzas. Es separarse del mismo principio que rige el mundo, que es el egoísmo.
Detengámonos más bien en el significado de lo que sigue: transformarse renovando lo íntimo de nuestra mente. Todo en nosotros comienza por la mente, por el pensamiento. Hay una máxima de sabiduría que dice:
Supervisa los pensamientos para que se conviertan en palabras.
Supervisa las palabras para que se conviertan en acciones.
Supervisa las acciones para que se conviertan en costumbres.
Supervisa las costumbres para que se conviertan en tu carácter.
Supervisa tu carácter para que se convierta en tu destino.
Antes que en las obras, el cambio debe realizarse, pues, en el modo de pensar, es decir, en la fe. En el origen de la mundanización hay muchas causas, pero la principal es la crisis de fe. En este sentido, la exhortación del Apóstol no hace más que revitalizar la [exhortación] de Cristo al comienzo de su Evangelio: «Convertíos y creed», ¡convertíos, es decir, creed! Cambiad la manera de pensar; dejad de pensar «según los hombres» y comenzad a pensar «según Dios» (cf. Mt 16,23). Tenía razón Santo Tomás de Aquino al decir que «la primera conversión se realiza creyendo»: la prima conversio fit per fidem⁷.
La fe es el terreno de enfrentamiento primario entre el cristiano y el mundo.Por la fe el cristiano ya no es «del» mundo. Cuando leo las conclusiones que sacan los científicos no creyentes de la observación del universo, la visión del mundo que nos dan escritores y cineastas, donde, en el mejor de los casos, Dios es reducido a un vago y subjetivo sentido del misterio y Jesucristo tampoco es tomado en cuenta, siento que pertenezco, gracias a la fe, a otro mundo. Experimento la verdad de aquellas palabras de Jesús: «Dichosos los ojos que ven lo que vosotros veis» y quedo perplejo al comprobar cómo Jesús ha previsto esta situación y dado anticipadamente su explicación: «Has ocultado estas cosas a los sabios y entendidos y se las ha revelado a los sencillos» (Lc 10, 21-23).
Entendido en sentido moral, el «mundo» es por definición lo que se niega a creer. El pecado, del que Jesús dice que el Paráclito «convencerá al mundo», es no haber creído en Él (cf. Jn 16,8-9). Juan escribe: «Esta es la victoria que ha vencido al mundo: nuestra fe» (1 Jn 5,4-5). En la carta a los Efesios se lee: «También vosotros estabais muertos por vuestras culpas y vuestros pecados, en los cuales un tiempo vivisteis a la manera de este mundo, siguiendo al príncipe de las potencias del aire, ese Espíritu que ahora obra en los hombres rebeldes» (Ef 2,1-2). El exégeta Heinrich Schlier ha hecho un análisis penetrante de este «espíritu del mundo» considerado por Pablo como el rival directo del «Espíritu de Dios» (1 Cor 2,12). En él desempeña un papel decisivo la opinión pública, hoy también literalmente espíritu «que está en el aire» porque se difunde vía éter. «Se determinará —escribe— un espíritu de gran intensidad histórica, al que el individuo difícilmente puede sustraerse. Nos atenemos al espíritu general, se considera evidente. Actuar o pensar o decir algo contra él se considera cosa absurda o incluso una injusticia o un delito. Entonces ya no se osa ponerse frente a las cosas y a la situación y sobre todo a la vida de manera diferente a como las presenta… Su característica es interpretar el mundo y la existencia humana a su manera»⁸.
Es lo que llamamos «adaptación al espíritu de los tiempos»Actúa como el vampiro de la leyenda. El vampiro se pega a las personas que duermen y mientras les chupa su sangre, al mismo tiempo inyecta en ellas un líquido soporífero que hace que encuentren aún más dulce el sueño, de modo que aquéllas se sumen cada vez más en el sueño y este puede chupar toda la sangre que quiere. Pero el mundo es peor que el vampiro, porque el vampiro no puede adormecer a la presa, sino que se acerca a los que ya duermen. En cambio, el mundo primero duerme a las personas y luego les chupa todas sus energías espirituales, inyectando también una especie de líquido soporífero que hace encontrar el sueño aún más dulce.
El remedio en esta situación es que alguien nos grite al oído: «¡Despierta!». Es lo que hace la palabra de Dios en muchas ocasiones y que la liturgia de la Iglesia nos hace volver a escuchar puntualmente al inicio de la Cuaresma: «Despierta tú que duermes» (Ef 5, 14); «¡Es tiempo de despertarse del sueño!» (Rom 13,11).

3. Pasa la escena de este mundo

Pero interroguémonos por el motivo por el que el cristiano no debe ajustarse al mundo. No es de naturaleza ontológica, sino escatológica. No se deben tomar las distancias del mundo porque la materia es intrínsecamente mala y enemiga del espíritu, como pensaban los platónicos y algunos Padres influenciados por ellos, sino porque, como dice la Escritura, «pasa la escena de este mundo» (1 Cor 7,31); «el mundo pasa con su concupiscencia, pero quien hace la voluntad de Dios permanece para siempre» (1 Jn 2,17).
Basta detenerse un instante y mirar alrededor para darse cuenta de la verdad de estas palabras. Ocurre en la vida como en la pantalla de televisión: los programas, las llamadas parrillas, se suceden rápidamente y cada uno borra al anterior. La pantalla sigue siendo la misma, pero los programas y las imágenes cambian. Eso sucede con nosotros: el mundo permanece, pero nosotros nos vamos uno detrás de otro. De todos los nombres, los rostros, las noticias que llenan los periódicos y los telediarios de hoy —de todos nosotros— ¿qué quedará de aquí a unos años o décadas? Nada de nada.
Pensemos en qué quedan los mitos de hace 40 años y qué quedará dentro de 40 años de los mitos y las celebridades de hoy. «Sucederá —se lee en Isaías— como cuando un hambriento sueña con comer, como cuando un sediento sueña beber, pero se despierta cansado, con la garganta seca» (Is 29,8). ¿Qué son riquezas, salud, gloria, sino un sueño que se desvanece al despuntar el día? Un pobre, decía San Agustín, una noche tiene un sueño precioso. Sueña que le cae encima una herencia ingente. Durante el sueño se ve revestido de espléndidos vestidos, rodeado de oro y plata, poseedor de campos y viñas; en su orgullo desprecia al propio padre y finge no reconocerlo… Pero se despierta por la mañana y se descubre tal como se había dormido⁹. «Desnudo salí del vientre de mi madre, y desnudo volveré», dice Job (Job 1, 21). Ocurrirá lo mismo a los millonarios de hoy con su dinero y a los poderosos que hoy hacen temblar al mundo con su poder. El hombre, visto fuera de la fe, no es más que «un dibujo creado por la ola en la playa del mar a la que borra la ola posterior».
Hoy hay un nuevo marco en que es particularmente necesario no ajustarse a este mundo: las imágenes. Los antiguos habían acuñado el lema: «Ayunar del mundo» (nesteuein tou kosmou)¹⁰; hoy se debería entender en el sentido de ayunar de las imágenes del mundo. Hubo un tiempo en que el ayuno de alimentos y bebidas era considerado el más eficaz y necesario. Ya no es así. Hoy se ayuna por muchos otros motivos: sobre todo para mantener la línea. Ningún alimento, dice la Escritura, es en sí mismo impuro, mientras que muchas imágenes lo son. Se han convertido en uno de los vehículos privilegiados con los que el mundo difunde su antievangelio. Un himno de la cuaresma exhorta:
Utamur ergo parcius            Utilicemos parcamente
Verbis, cibis et potibus,        
palabras, alimentos y bebidas
Somno, iocis et arctius         
sueño y recreo
Perstemus en custodia.       
 Estemos más atentos en custodiar los sentidos.
A la lista de las cosas que hay que usar parcamente —palabras, alimentos, bebidas y sueño— habría que añadir, las imágenes. Entre las cosas que vienen del mundo y no del Padre, junto a la concupiscencia de la carne y la soberbia de la vida, San Juan pone significativamente «la concupiscencia de los ojos» (1 Jn 2,16). Recordemos cómo cayó el rey David… Lo que le ocurrió mirando en la terraza de la casa de al lado, pasa hoy a menudo abriendo algunos sitios en Internet.
Si en algún momento nos sentimos turbados por imágenes impuras, sea por imprudencia propia, sea por la invasión del mundo que caza a la fuerza sus imágenes en los ojos de la gente, imitemos lo que hicieron en el desierto los judíos que eran mordidos por serpientes. En lugar de perdernos en estériles lamentos, o buscar excusas en nuestra soledad y en la incomprensión de los demás, miremos a un Crucifijo o vayamos ante el Santísimo. «Como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es preciso que sea levantado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna» (Jn 3,15). Que el remedio pase por donde ha pasado el veneno, es decir por los ojos.
Con estos propósitos sugeridos por la palabra de San Pablo a los Romanos, y sobre todo con la gracia de Dios, comenzamos, Venerables padres, hermanos y hermanas, nuestra preparación a la Santa Pascua. Hacer Pascua, decía San Agustín, significa «pasar de este mundo al Padre» (Jn 13,1), es decir, ¡pasar a lo que no pasa! Es necesario pasar desde el mundo para no pasar con el mundo. Buena y santa Cuaresma.
Traducción del original italiano: Pablo Cervera Barranco

Notas
¹ Carta a Diogneto, V, 1-8: Die Apostolischen Vaeter (ed. Kunk –Bihlmeyer) (Tubinga 1856) 143-144.
² Cf. Vita e Detti dei Padri del deserto (ed. L. Mortari) I (Roma 1986) 97.
³ San Basilio, san Gregorio de Nisa y san Gregorio Nacianceno, de la región de Capadocia (nota de J.H)
⁴ Cf. De fuga saeculi, 1: CSEL 32, 2, p. 251.
⁵ San Ambrosio, Exposición sobre el Evangelio de Lucas, IX, 36; De Isaac et anima, 3, 6.
⁶ Cf. C. Geffré, art. «Sécularisation»: en Dictionnaire de Spiritualité 15 (1989) 502s.
⁷ S. Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I-IIae, q.113, a, 4.
⁸ H. Schlier, «Demoni e spiriti maligni nel Nuovo Testamento», en Riflessioni sul Nuovo Testamento (Paideia, Brescia 1976) 194s [trad. esp. Poderes y dominios en el Nuevo Testamento (Edicep, Valencia 2008)].
⁹ Cf. S. Agustín, Sermo 39,5: PL 38, 242.
¹⁰ El lema se remonta a un dicho no canónico atribuido a Jesús mismo: «Si no ayunáis del mundo, no descubriréis el reino de Dios». Cf. Clemente de Alejandría, Stromata, 111, 15: GCS 52, p. 242, 2; A. Resch, Agrapha, 48 (TU 30 [1906] 68).

21 de febrero de 2018

TU EST PETRUS

Fiesta litúrgica 
de la CÁTEDRA DE SAN PEDRO



En el ábside de la basílica de San Pedro se encuentra el monumento a la Cátedra del Apóstol, colosal obra madura de Bernini, realizada en forma de gran trono de bronce, sostenido por las estatuas de cuatro doctores de la Iglesia, dos de Occidente (san Agustín y san Ambrosio), y dos de Oriente, (san Juan Crisóstomo y san Atanasio).

El trono tiene en su respaldo un dibujo que representa 
la escena de “Claves caeli Christus dedit Petro
(la entrega de las llaves a Pedro)



Esta obra tan sugestiva, que se destaca en la visita a la Basílica vaticana, remite a la misión principal de Pedro y sus sucesores: ser el principio y el fundamento visible de la unidad de la fe de la Iglesia. 

Elevando la mirada hacia la vidriera de alabastro que se encuentra exactamente sobre la Cátedra, se encuentra la conocida paloma que simboliza al  Espíritu Santo. Porque, justamente, el ministerio petrino tiene su razón de ser en enseñar y santificar a los hombres.






Celebrar la Cátedra de Pedro, (fiesta litúrgica muy antigua, que se remonta al siglo IV) como hoy lo hacemos, significa, por tanto, atribuir a ésta un fuerte significado espiritual y reconocer en ella un signo privilegiado del amor de Dios, que quiere reunir a toda su Iglesia y guiarla en la integridad de la fe, edificada sobre la piedra de la confesión apostólica.



Tu es Petrus
Et super hanc petram ædificabo ecclesiam meam
Et portæ inferi non prævalebunt adversus eam.
Et tibi dabo claves regni cælorum.
(cf. Mt. 16, 18-19)


EL VALOR DE UNA MISA

EL LUGAR DE CULTO MÁS INACCESIBLE DE NUESTRO PLANETA



En el macizo abisinio, en Etiopía, existen unos altísimos farallones de roca, que se elevan a enormes alturas.

En las montañas Gheralta de esa cadena montañosa, se encuentra una capilla cavada en la roca, llamada de Santa Abuna, del siglo V. Hace 1500 años el clérigo egipcio eremita, llamado Yemata, caminó hasta Etiopía, escaló las montañas y él mismo excavó la roca para construir esta iglesia. En su pequeños interior se encuentran hermosas pinturas religiosas que revisten las paredes rocosas.





En la actualidad, un sacerdote  de rito copto, Kes Haile Silassie, todos los días de madrugada, recorre un largo camino de cornisa pedregosa y trepa este altísimo acantilado, escalando la pared escarpada, para celebrar la Liturgia en ese increíble lugar.



El breve video muestra este testimonio admirable, que revela una fe inmensa en el valor inconmensurable de una Misa.

¡Pensar que aquí, en Buenos Aires, se celebran cientos de Eucaristías por día en lugares muy accesibles!

El enlace:


https://www.facebook.com/bbcnews/videos/10155581288157217/

18 de febrero de 2018

DOS TESTIMONIOS ARTÍSTICOS DE LA IMPRONTA DE LA FE


DOS TALLAS DE CRISTO CRUCIFICADO, 
A AMBOS LADOS DEL OCÉANO

La noticia publicada por el diario ABC de Sevilla sobre la restauración del Cristo de la Agonía de Juan de Mesa (c.1621), y la cercanía histórica del Santo Cristo de Buenos Aires (c.1671)

La cumbre de los crucificados de Juan de Mesa vuelve al siglo XVII

Se devuelve el esplendor perdido al Cristo de la Agonía de Vergara,
el que llaman «el Gran Poder crucificado»

Por JAVIER MACÍAS, 
8 de febrero de 2018 ABC Sevilla 


                Hace algo menos de 400 años, (en el año 1621) sobre un carro tirado por bueyes emprendía un viaje sin retorno un crucificado vivo. Había salido del taller andaluz de Juan de Mesa, apenas dos años después de que lo hicieran el Gran Poder, el Amor, la Buena Muerte o la Conversión.

                En la madurez artística del escultor cordobés, ya alejado plenamente de la suavidad de las formas que aprendió de su maestro Martínez Montañés, a Mesa le vino la inspiración divina para plasmar en un tronco de madera de arce, mayor del habitual, toda la destreza estilística perfeccionada a los casi 40 años de edad. El barroco más puro en su apogeo. Hoy ese Cristo, obra cumbre de Mesa, ha vuelto al origen.

                Cruzaba aquella España del primer tercio del XVII un crucificado encargado por el contador real Juan Pérez de Irazábal para la parroquia vasca donde había sido bautizado. Desde Sevilla a Guipúzcoa, más concretamente a la localidad de Vergara. Allí, entre las colinas verdes de la comarca del Alto Deva, en una capilla de la parroquia de San Pedro de Ariznoa, quedaba entronizado el Cristo de la Agonía.

                En aquel lugar, durante casi 400 años, ha sufrido el avatar del tiempo, el olvido e incluso el fuego. Sin embargo, en los albores del cuarto centenario de las grandes imágenes hispalenses de Juan de Mesa, el Cristo que partió en ese carro de bueyes volvió a Sevilla para, qué paradoja, regresar a su origen y recuperar el esplendor perdido.

                Fray Juan Dobado, el prior del convento del Santo Ángel, «tuvo la chaladura» -como afirma Koldo Azpeteguia, el delegado de Patrimonio de la Diócesis de San Sebastián- de que en el 400 aniversario del Cristo de los Desamparados de Martínez Montañés vinieran a Sevilla el Cristo de la Agonía de su discípulo Juan de Mesa y el crucificado del Seminario Mayor de Granada, de su maestro Pablo de Rojas.

                Para ello, era necesario que el crucificado pasara por un lavado de cara antes de ser expuesto en el templo carmelita de la calle Rioja. Así fue, se le hizo una limpieza superficial en el IAPH antes de regresar de nuevo a las instalaciones de la Cartuja para emprender una segunda fase mucho más laboriosa.

Estado de conservación





Cristo de la Agonía de Vergara antes de la restauración en el magnífico retablo de la iglesia vasca de San Pedro en Vergara, Guipúzcua.

               
                Una de las alteraciones más llamativas que presentaba la imagen eran unas ampollas en la policromía, además del oscurecimiento provocado por quemaduras, sobre todo en la zona superior de la pierna derecha, el pectoral derecho y ese mismo lado del rostro. Esas ampollas llegaron a quebrarse, dejando como huellas circulares y perdiendo el estrato de policromía.

                Además, los técnicos del IAPH, dirigidos por la restauradora Maite Real y la historiadora Eva Villanueva, descubrieron que la policromía se encontraba recubierta de una capa de color oscuro que ocultaba notablemente la encarnadura original de la talla. Así, hallaron una intervención que sufrió el Cristo a finales del XIX a cargo de escultores de la Real Academia de San Fernando de Madrid. Es decir, no era cierto lo que se pensaba acerca de que el Cristo nunca sufrió alteración por mano del hombre, ya que sí le fueron aplicadas al menos dos capas de barnices y repintes, sobre todo tras el incendio que sufrió en San Pedro.


La corona de espinas del Cristo de la Agonía de Vergara / J. MACÍAS

                El IAPH ha limpiado en profundidad la imagen, recuperando la tonalidad original de la policromía, así como se han solucionado el resto de patologías que tenía la talla, tanto en su cuerpo como en la propia cruz, que es la original que esculpiera Juan de Mesa.

La corona de espinas

                Sin embargo, tras un estudio en profundidad, el equipo multidisciplinar que ha restaurado la imagen decidió no reintegrar las zonas perdidas de la corona de espinas que, como la del Gran Poder, tiene forma de serpiente anidada a la frente del Señor como símbolo del pecado. Maite Real ha explicado que como en algunos lugares «no era reproducible, ya que no conocíamos el trazado que tenía originalmente, y se decidió no reintegrarla».

                El director del IAPH, Román Fernández Baca, ha explicado en la presentación celebrada en la capilla de Afuera del Centro Andaluz de Arte Contemporáneo que el coste total de la restauración ha ascendido a 26.000 euros.



   

Cristo crucificado de Juan de Mesa restaurado y expuesto en la Capilla de Afuera, Sevilla, antes de su devolución a San Sebastián.



EL SANTO CRISTO DE BUENOS AIRES


                A raíz de esta nota publicada en España sobre la restauración del magnífico Cristo de la Agonía, del talentoso ebanista sevillano Juan de Mesa (c.1621),  viene a la memoria otra talla del Crucificado, muy antigua, que se encuentra en la Catedral Metropolitana de Buenos Aires y que expresa la fe de nuestros antepasados.







                Se trata del Santo Cristo de Buenos Aires, talla en algarrobo, encomendada al artista portugués Manuel de Couto en el año 1671. Esta escultura, de tamaño natural, representa al Crucificado antes de su muerte con los ojos abiertos y es la más antigua de la ciudad.

                Está realizada en algarrobo blanco y  fue obsequiada a la Catedral por el Gobernador del Rio de la Plata (1663-1674) don José Martínez de Salazar, hombre honesto y piadoso, que mucho hizo por el bien de la gran aldea. El tercer obispo de Buenos Aires, monseñor fray Cristóbal de Mancha y Velasco hizo construir la capilla “donde colocó el devotísimo crucifijo, cuyo aspecto inclina y mueve el corazón al dolor de haberle ofendido…”


               
                Se encuentra en el altar lateral del transepto izquierdo de la Catedral y ha sido venerado por generaciones. Ante él los integrantes de la Primera Junta de Gobierno de las Provincias del Río de la Plata, en 1810, juraron lealtad.

                La actual calle “Balcarce” de la urbe porteña se llamaba en los tiempos coloniales “del Santo Cristo” por la veneración popular y el arraigo que tenía esta imagen en la gran aldea porteña. Fue en 1769 durante una tormenta intensa seguida durante días de vendavales y creciente del río  que se decidió sacar la imagen del Santo Cristo de la Catedral para pasearla por la ciudad y pedir ayuda divina. A medida que la imagen recorría la ciudad la tempestad cedía, por lo que la población, agradecida, festejó el "milagro" y decidió darle a la calle del Fuerte el nombre de Santo Cristo”.

                Estas expresiones artísticas son testimonios elocuentes de una fe apostólica que caló hondo en nuestra sociedad.


   



Foto de la actual Catedral y un dibujo de la antigua Catedral de Buenos Aires en 1721 (ya hacía 100 años que se hallaba allí esta talla)


17 de febrero de 2018

BANALIDAD CONTEMPORÁNEA

La idolatría filantrópica
JM de Prada



         El periodista español escribe una breve nota en el diario ABC de Madrid, en alusión a la noticia de varios abusos sexuales cometidos por integrantes de la organización Médicos sin Fronteras en Haití.

Con su pluma magistral, atisba a esbozar 
una de las idolatrías más presentes en la actualidad:
el espíritu sin trascendencia y la virtud huérfana de principios,
que acaba contaminando los sentidos y espiritualizando la carne; 
el espíritu se vuelve «sensible» y con frecuencia también «sensual».

17 de febrero de 2018

LOS reiterados casos de abusos sexuales perpetrados por miembros de una conocida organización filantrópica merecen ser expuestos como un caso flagrante de lo que San Agustín llamaba el «tedio de la virtud», que es tal vez la enfermedad más monstruosa de la vida moral (y también, por cierto, la base constitutiva de las sociedades modernas). Toda forma de vida virtuosa convertida en mera disciplina (esto es, huérfana de un principio que le dé sustento y sentido), engendra tedio y acaba siendo la más sutil y venenosa forma de depravación. Toda forma de amor al prójimo, si no tiene abierta una ventana al amor ascendente, acaba pervirtiéndose. En cambio, cuando no falta esa ventana, el amor es inmarchitable, según se nos cuenta en el segundo canto del Paraíso: mientras Dante contempla a Beatriz, Beatriz contempla las esferas celestes; y así Dante puede «elevar su agradecida mente hacia Dios».

Lo explicaba maravillosamente Gustave Thibon: «Todo lo que el hombre diviniza, por el hecho mismo de que lo separa de Dios, lo impregna de nada. (…) Sólo podemos creer en la profundidad de las cosas finitas en la medida en que las sabemos salidas de Dios y no las confundimos con Dios». Cuando falta esta premisa, el amor a las cosas finitas (empezando por el amor al prójimo) degenera en abstracción o en idolatría. Cuando degenera en abstracción se convierte en proclama retórica de amor a la Humanidad, olvidándose del hombre concreto; cuando degenera en idolatría convierte al ser humano concreto en un ídolo. La primera de estas perversiones filantrópicas, tan frecuente entre los demagogos, nos la explica a la perfección Dostoievski cuando pone en boca de un personaje de Los hermanos Karamazov: «Amo a la Humanidad; pero, para gran sorpresa mía, cuanto más amo a la Humanidad en general, menos amo a la gente en particular». La segunda perversión es todavía más sinuosa y retorcida, más hipócrita y malvada.

Se trata de amar ensimismadamente al ser humano concreto, al que se deja de ver como alguien salido de Dios, para convertirlo en un dios. Este amor idolátrico es una ilusión típicamente neurótica: el hombre contemporáneo, después de matar a Dios, siente que su vida interior es paupérrima y terriblemente cutre; y entonces necesita adornarla divinizando a sus semejantes.

Del mismo modo que en el alumbrado del siglo XVI había un exceso vital mal regulado por el espíritu, en el filántropo hay una carencia vital compensada por una ilusión espiritual. Pero, ¡ay!, estas ilusiones espirituales que divinizan al ser humano acaban desarrollando lo que Dostoievski denominaba «sentimientos mixtos»: el espíritu, alimentado de supercherías, acaba contaminando los sentidos y espiritualizando la carne; el espíritu se vuelve «sensible» y con frecuencia también «sensual». No estamos ya ante la sensibilidad afinada por el ideal, como ocurre en los místicos; sino ante la sensibilidad entremezclada y confundida con el ideal. Este tipo de «sentimientos mixtos» no los padecen tan sólo los filántropos; también son muy típicos de cierta tartufería religiosa. Clarín los retrató magistralmente en el personaje del canónigo Fermín de Pas.

Y, en algunos casos extremos, estos «sentimientos mixtos» pueden convertir el ídolo venerado en juguete sexual. Así les ocurrió a muchos alumbrados, que terminaron organizando orgías disfrazadas de retiros de oración. Así les ha ocurrido a estos filántropos. La banalidad contemporánea trata de presentar estos casos como «abusos machistas»; pero son algo infinitamente más sutil y venenoso.